Los ríos
Hay dos tipos de libros en los que uno puede bañarse. Unos son de aguas oscuras, caudal constante y un perfil marcado por interesantes meandros. Cuando te adentras en ellos, el agua es fría, tonificante y lo suficientemente honda como para nadar un buen rato. Si se opta por investigar el fondo, aparece una miríada de peces, algas, cangrejos, caracolas, y cada vez que se bucea en ellos se descubren nuevas formas de vida secreta. Si hay al lado una superficie elevada, uno sabe que puede saltar sin peligro de quedar tetrapléjico, tal es su profundidad. No se intercalará una roca a obstaculizar la lectura; tampoco surgirá una corriente traicionera que lo rapte y fuerce a vivir eternamente en sus páginas. Podrá entrar y salir cuando quiera: los juncos de la orilla siempre le darán la bienvenida.
Los otros libros son también de aguas oscuras, pero por razones diferentes. Aunque a primera vista parezcan profundos, el color del agua proviene, en realidad, de la suciedad que contiene. Esta suciedad se explica por el escaso empuje de su caudal, por el poco tirón de su corriente, que estanca las aguas, lo que a su vez las calienta y produce una sensación poco vivificante para el bañista. Esto sucede porque en las aguas medio estancadas las partículas, es decir, las palabras, que debieran fluir con la corriente, acompañar el recorrido del libro, se quedan en suspensión, interponiéndose entre el lector y el fondo, generando la impresión de que el segundo se encuentra a muchos metros de distancia. Pero cuando uno supera la aprensión e introduce lentamente el pie, descubre que, pese a las apariencias, el agua no le llega a la rodilla.
Hay que ser precavidos con esta segunda clase de libros de palabras arremolinadas. Si uno es demasiado impulsivo, si no comprueba antes su hondura, puede que salga convencido de tal despliegue de partículas orgánicas y se quede a vivir para siempre en sus orillas. Si alguien, antes de palpar con el pie y comprobar que no le cubre la cintura, antes de lanzar una roca y calcular que tarda tres segundos en tocar el fondo, decide, por ejemplo, tirarse de cabeza al agua embarrada, sin duda se quedará allí durante mucho tiempo, pero lo que es su cabeza, digamos, no volverá a ser la misma.
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El pensamiento es un discurrir, un río incesante, y los cauces de ese río son los argumentos. Nuestro pensar va de unos argumentos a otros por canales prefabricados, descendiendo cañerías, atravesando acueductos, precipitándose por barrancos, para desembocar siempre en unas pocas ideas, unas pocas lagunas artificiales donde van a parar el sinnúmero de afluentes distintos que allí se reconocen, se mezclan, se hacen uno. Existen diversos sistemas de pensamiento: se diferencian en la específica disposición de conductos, cuencas y tubos, pero la desembocadura es una de las de siempre. Quien se da cuenta de que las ideas que atraviesa no son suyas, que ya estaban ahí mucho antes que él, quien se siente de repente oprimido por sus chapas oxidadas, por sus frágiles soldaduras, comprensiblemente deseará salir de los canales, escapar, circular con libertad, abandonar esa red que se le antoja de alcantarillado, que le fuerza a ir de unas ideas a otras empujado por las corrientes de su tiempo.
Deseará romper los muros del pensamiento dirigido y saltar al vacío, al exterior de los tubos, y una vez allí fluir por su cuenta.
Pero, si por un golpe de suerte logra escurrirse por una rendija o agujerear un tabique, si se sustrae de las secuencias manidas de los viejos argumentos, el prófugo caerá al suelo, simplemente, y ahí se quedará, formando un charco inmóvil y empantanado, junto al pie del acueducto, que el sol acabará por secar.
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Así como el sol se refleja en los charcos dejados por la lluvia, así también la realidad se refleja en la conciencia de los seres animados. Si esos charcos son lo suficientemente espaciosos y profundos, podrán albergar vida en ellos, que interactúa con el mundo exterior de maneras siempre originales e ingeniosas.
Esa vida interior está continuamente amenazada, pues las circunstancias de un charco son precarias. Una lluvia primaveral puede salvarla, un sol feroz secarla para siempre. A veces llegan aguas de tierras lejanas que alteran la composición del charco, y, aunque algunos de sus habitantes anhelan estos encuentros, para ellos estimulantes, otros tienen dificultades para adaptarse a las nuevas aguas. Los lazos, las comunidades, se enfrían tras una nube pasajera.
La mayoría de los charcos están aislados, desconectados, mirando al cielo. Sólo unas fuertes lluvias pueden conectar o fundir varios charcos, y, aun así, las más veces, bastan pocos días para que el sol los devuelva a su contorno original: algunos de sus habitantes se habrán mudado entonces a charcos mejores y más amplios, pero a otros puede que les sorprenda en lo que resulta ser un mero surco en la tierra, destinado a agostarse, o en una charca más pequeña y asfixiante que aquella que los vio nacer. Hay que tener cuidado y no dejarse llevar por el entusiasmo, cuando los charcos se encuentran.
Aún más extraordinario es que el habitante de un charco consiga abrirse camino hacia un curso de agua, pero nada es imposible para una buena inundación. Si bien todos los charcos terminan por secarse, aquella forma de vida que se adentre en el más débil de los arroyos sabe que se acabará sumando al río torrencial de la tradición, lo que le permitirá subsistir durante un tiempo en memoria ajena. Finalmente desembocará en el inmenso océano, cuyas olas erosionarán su nombre, pero que, como se suele decir, es el mejor lugar del mundo para guardar una gota de agua.
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El ser humano carece no sólo de una estación reproductiva, pues su periodo de celo abarca todo el año y buena parte de la vida, sino también de estación expresiva: a diferencia de los frutales, los arbustos o las zarzas, el ser humano ofrenda sus pensamientos a la menor ocasión, y no sólo cuando es en verdad su turno. Sus palabras no pueden ser tan dulces como las de un manzano o un grosellero, pues no habría azúcar en el mundo para sazonar aquel torrente tan insípido e incontenible como los del agua cantora.
Imagen: The Oxbow, de Thomas Cole (1836)