Las playas

La gente pedía cita con el conductor del autobús, que era un especialista en la materia, para preguntarle adónde debieran ir. «¿Es mejor la playa?». «¿Por qué a mi marido le disgusta la montaña?». «¿Qué me puedo esperar de la capital?». «¿Cuál es la aldea más bonita?».
El conductor respondía a todas las preguntas, procurando asesorar correctamente a sus pacientes, pero siempre concluía: «Adonde tienes que ir es a ti mismo. Nadie puede ayudarte. En ti está el final de todos los caminos».
Los viajeros pagaban generosamente la sesión y regresaban a sus casas, avergonzados de haberse obsesionado por semejantes trivialidades. Con el dinero que se ahorraba en gasolina, el conductor tomaba su autobús los fines de semana rumbo a la playa, o a la montaña en según qué estaciones.
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La orilla del mar es un punto de encuentro, un enclave donde diversos seres descansan del ajetreo de sus vidas. Las gaviotas charlan sobre el espolón, los humanos se pasean por la orilla, los perros se baten contra las olas… Cada uno, a su modo, olvida las tribulaciones propias de ganarse el pan, el pez, los huesos de cada día.
También los seres marinos se dan cita, aunque suelen pasar desaparecidos a los vacacionistas venidos del interior. Si se presta atención a la superficie del agua, se distingue, de cuando en cuando, un pez que salta y se pone a abrir y cerrar la boca, dando un fuerte resoplido antes de descender de nuevo a las profundidades bentónicas de las deudas y los compromisos…
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Pensaban que tomaban el sol tranquilamente en la playa mientras flotaban en un grano de arena a la deriva.
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Huyó del firmamento hacia las profundidades y encontró otro firmamento.
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Y entonces, ir a la playa se convirtió en el salvavidas de aquellos que no podían permitirse vacaciones a otros lugares, de los obreros, de los parados, de los trabajadores en precario, del último de la oficina y el primero en la lista de morosos, de los estudiantes, de las familias numerosas, y no sólo de ellos: de los travelos, de las putas, de los pillos y pillastres, de los toxicómanos que podían rascar un día de asueto a su agotadora rutina. Todos iban el domingo a la playa y, por unos pocos domingos al año, disfrutaban chapoteando, erigiendo torres de arena, compartiendo tortilla arenosa, dando a sus agotados cuerpos un baño de sol. Todos eran iguales esos domingos, iguales en su humilde condición, igualados sus diferentes grados de penuria, de marginalidad, de insignificancia… ¡Qué digo igualados! Olvidados durante un domingo.
Los significantes, los importantes, los centrales preferían darse encuentro en campos de golf, clubes exclusivos o cotos de caza. Si les apetecía impregnarse de sal y arena, tenían a su disposición yates, resorts turísticos o calas privadas; no tenían por qué dejarse ver en la playa salobre de las masas. Y uno se pregunta por qué elegir, entre todos los lugares, aquel que impregna las chanclas y desordena el cabello, aquel del que sólo se regresa de verdad tras una ducha concienzuda. Un lugar que deja el cuerpo salado y pringoso, incluso al que no cometió el error de comprarse un polo de helado. Los que visitan la playa dicen que la protagonista es el agua, esa inmensidad líquida que, pese a la sal, las algas, las conchas, el oleaje y las rocas, da verdadero gusto cuando te adentras en ella. Sobre todo —sospecha uno— cuando hay quisquillas o camarones, que acuden inmediatamente a recolectar partículas de las extremidades inferiores, haciendo sutiles cosquillas que a menudo pasan desapercibidas, pero que para muchos de los bañistas suponen la única vez en el año que alguien les ha besado los pies.
Imagen: ilustración de Irina Afonskaya (2017).