Paraísos paralelos

Si a lo largo de su historia los Sapiens han sentido nostalgia por un tiempo remoto, el siglo XX ha preferido buscar su referente en un lugar remoto. A nivel político, todo pudo empezar con la revolución rusa: de repente un país considerado de segunda, infraestructuralmente atrasado y con un influjo cultural relativamente débil sobre las potencias occidentales, se colocaba a la cabeza de la locomotora del progreso, de acuerdo con ciertas ideologías populares (convenientemente reformuladas para predecirlo ex post facto). Los que pudieron fueron a comprobarlo, o a dejarse engatusar por recibimientos oficiales; los que no, tenían carta blanca para construir sobre ello el faro que guiase sus vidas, defendiéndolo con uñas y dientes contra toda prueba desfavorecedora.
El movimiento se repetirá incontables veces a lo largo del siglo: cualquier guerrilla, insurrección o cambio drástico de fuerzas, desde la Revolución Cultural china hasta la de los ayatolás iranís, pasando por Gadafi, los Castro o Pinochet, recibirá los vítores de algún sector de la intelligentsia occidental, la cual, a diferencia de sus pares del pasado, podía afirmar con rotundidad que su reino no era de este mundo: nada que estuviera ya hecho tenía valor; sólo aquello que estaba en proceso y, preferentemente, ubicado a la mayor distancia posible. El futuro pasó de medirse en años a medirse en kilómetros.
El humano inquieto del siglo XX ha sido en muchos sentidos un homo erraticus, como diría un flautista escocés. Y no sólo en sus bandazos políticos. La divulgación de las culturas «orientales» jugó la misma carta: resulta que la utopía se encontraba en la India, o en el budismo tropical, o en los Himalayas, o, más recientemente, en el ciber-Japón contemporáneo. Los años sesenta y setenta desgajaron nuevas perspectivas: el indigenismo, el multiculturalismo y el ecologismo simpatizaron con las sociedades de pequeña escala de África o Sudamérica, ahora identificadas casi automáticamente, en el sentir popular, con una vida más natural y pura. Puede que fuera a partir de los ochenta cuando las «otras» culturas empezaron a dejar paso, en los ciclos imparables del interés colectivo, al subterráneo de la propia: el amor por las marginalidades sociales, por los extrarradios del sistema, que se considera a sí mismo más maduro que el exotismo que le precedió, pero que responde a una misma necesidad.
Parece que el presente, es decir, lo conocido, nos resulta casi siempre insoportable. Es necesario un contrapunto, aunque sea medio imaginario, desde el que orientarse y acumular fuerzas para afrontarlo. El movimiento clásico, como decíamos, era remontarse a un pasado remoto, a esas Edades de Oro que casi todas las culturas premodernas se esmeraron en ornamentar. El intelectual moderno, cuyos ideales de progreso social le impedían idealizar el pasado, ha preferido idealizar los otros presentes.
Imagen: El día del dios (Mahana no atua), de Paul Gauguin (1894).