La memoria del Río: ecos de la antigua cultura fluvial del bajo Guadalquivir

Escribo desde el recuerdo. Puedo hacerlo porque se trata de recuerdos a los que no ha deteriorado el tiempo y, por tanto, entendiéndolo de un modo distinto a como lo describe Lewis Hyde (1) cuando afirma que “las sociedades orales conservan el equilibrio deshaciéndose de los recuerdos que ya no tienen relevancia en el presente. Por el contrario, los míos sí la tienen. Siguen teniendo valor en sí mismos y como instrumentos para construir el presente, nuestro presente. Quedaron atrás los años azules en los que llegábamos a pensar que todo cuanto nos rodeaba lo habían construido los hombres en “el pasado”, esa referencia imprecisa que engloba a todo lo que nos precedió. Nuestras vidas se desarrollaban en un escenario del que teníamos la certeza de que era inmutable. Siempre las mismas cosas en los mismos sitios. Y esa sensación se reforzaba porque, cuando nuestros mayores nos contaban episodios singulares de sus vidas, remitían a lugares y situaciones que estaban todavía como ellos los vivieron. Les escuchábamos referirse a los muelles de madera, al paso de las barcas entre las dos orillas con la sola tracción de los remos, a las instalaciones residuales de los viejos astilleros, a las grandes barcas panzudas que transportaban la arena, los ladrillos y las sales, a los numerosos hornos ladrilleros salpicados por ambas márgenes del río y en ese mismo contexto, a los diversos talleres de carpintería de ribera y, en general, del mundo que los rodeaba a lo largo del proceso de construcción de las barcas, desde su origen hasta el día feliz de la botadura.
La teoría general de sistemas.
Toda aquella conjunción de hechos conformaba un sistema, a la vez productivo y cultural, en cuyo núcleo, como elemento determinante, se hallaban las actividades que tenían al Guadalquivir como referencia y como centro. Importa advertir que no utilizo el término sistema de un modo intercambiable por cualquier otro sinónimo, sino que el término sistema que utilizo remite al concepto que del mismo se establece en la Teoría General de los Sistemas (TGS), en el sentido en que, en los años cincuenta, fue propuesto por el biólogo alemán Ludwig von Bertalanffy (1901-1972). Su objetivo es encontrar una comprensión unificada de la ciencia, buscando isomorfismos o uniformidades estructurales entre diferentes campos. La TGS sostiene que, las distintas partes de la realidad, tanto físicas, biológicas o sociales, —en el sentido más amplio que podamos dar a este último—, son siempre complejas, y están constituidas por partes que actúan entre sí de manera interdependientes y solidarias, de tal modo que una alteración producida en alguno de sus componentes, se reflejaría de una u otra forma en el conjunto.
La TGS es, en realidad, una herramienta, un método, nos dota de una especial mirada para aprehender la realidad de un modo más unitario y, por tanto, más acorde con la realidad misma. Se constituyen, como fundamento de su funcionamiento y por tanto de su comprensión, como tales conjuntos o entidades interrelacionadas, donde el todo es más que la suma de sus partes. Es decir, cada elemento tiene un valor en sí mismo considerado, pero adquiere su verdadera significación en función del papel que juega en el conjunto en el que se integra. Esta teoría contribuyó a la aparición de un nuevo paradigma científico basado en la determinación de esa interrelación entre los elementos que forman los sistemas. Previamente se consideraba que esos conjuntos, en los que la realidad se manifiesta, eran iguales a la suma de sus partes, y que podían ser estudiados a partir del análisis individual de sus componentes, como una mera yuxtaposición de los mismos. Bertalanffy puso en duda tales creencias y defendió que los sistemas, una vez determinados, tienen una capacidad de comportamiento que es ajeno a esa mera suma de sus elementos. Defiende que un sistema es un conjunto de elementos que funcionan como un todo, en el que cada elemento tiene solo el valor que le da el formar parte de ese todo. Desde ese punto de vista, no hay dudas de que la TGS han establecido un grado superior de orden y comprensión científicos en muchos campos del conocimiento (2).
Un dato más acerca de la TGS para entender mejor por qué este esquema mental y metodológico se acopla a la perfección en el análisis de la realidad cultural del bajo Guadalquivir. Según el esquema de biólogo alemán, un sistema general puede estar más abierto o más cerrado, dependiendo de qué información entre y salga del mismo. La información que circula puede ser materia y/o energía. En razón de ello, distingue tres tipos de sistemas físicos: los abiertos, los cerrados y los aislados. Los abiertos son aquellos que intercambian libremente materia y energía con el afuera. Por ejemplo, nuestros cuerpos. Los Sistemas cerrados son los que intercambian libremente energía (pero no materia) con su entorno. Por ejemplo, una bombilla es un sistema cerrado, que no intercambia materia, pero sí energía. Debemos recordar que, como el propio Bertalanffy advirtió, no existe en sentido estricto ningún sistema totalmente aislado en el universo. Todos los sistemas intercambian en alguna medida información con su entorno, aunque en algunos casos en cantidades mínimas o simplemente de una manera que se puede obviar para el estudio del sistema en sí mismo.
El sistema general del bajo Guadalquivir.
Dicho todo lo anterior, avancemos ahora que el sistema que constituyen las bases físico-naturales y el conjunto de las actividades que los hombres fueron realizando en el bajo Guadalquivir a lo largo del tiempo, creando modos tradicionales de vida y culturas propias, podrían ser calificados como un sistema general abierto. Esta es una afirmación que nos aflora de inmediato. El bajo Guadalquivir es un entorno geográfico que se conforma en torno a un elemento esencial que es el río y al territorio de las marismas que acompañan sus últimas etapas previas a la embocadura (3). Este tramo fluvial, que se extiende desde Sevilla hasta el Océano, —como ha sucedido en torno a los grandes ríos de la tierra—, actuó siempre como un foco de atracción para los asentamientos humanos. Ofrecía el inmediato recurso de la pesca y en sus márgenes, —especialmente en la izquierda— un extenso llano al que el Guadalquivir anegaba con sus periódicas riadas dejando en él las capas aluviales que lo fertilizaban y las arcillas que permitían la fabricación de ladrillos y de productos alfareros. Ambas actividades generaban, a su vez, otras de carácter subsidiario en torno de las cuales fueron cristalizando formas culturales propias que se iban transmitiendo generacionalmente. Estos esquemas, es decir, la conformación de estas realidades sistémicas, son aquí tan antiguas como la presencia humana en estas latitudes meridionales de España y fueron cambiando, resituando el valor de cada uno de sus elementos en el conjunto, creando de nuevo una realidad sistémica. Así se fue sucediendo en la historia humana de estas márgenes: se sucedían realidades sistémicas, con idénticos elementos, pero cambiados el valor de todos o de alguno de ellos.
Como señalamos antes, en el núcleo de este sistema, como elemento esencial del mismo, estaba el Guadalquivir. Porque era él quien albergaba una riquísima fauna piscícola (4) y la tierra para los cultivos sobre una extensa vega que, en su parte más alejada del cauce, dejaba paso a una dehesa y a unos espacios de pastizales para el ganado comunal. Véase, a título de ejemplo, cómo describe la riqueza piscícola del bajo Guadalquivir el Diccionario de Pascual Madoz (1845): “se capturaban aquí pesca abundantísima de sábalos, sabogas, barbos, albures, robalos, anguilas y alguna lamprea; en primavera y verano sollos muy grandes que suben del mar; alguna trucha en las riadas, y almejas…” (5). Mas, como ya se ha adelantado, todo ese tráfago de actividades que proyectaban una vida intensa y una ocupación constante en la orilla, suena ya hoy a cosa lejanísima. Sólo algunos de los más vinculados a todo aquel mundo, hoy irreversiblemente perdido, siguen manteniendo, no sin nostalgia, el recuerdo de aquellas jornadas del trabajo pesquero que eran, en gran medida, el origen de todo lo demás.
Coria del Río y el Guadalquivir.
A todo ello, se unía un factor que devino esencial para hacer de Coria del Río uno de los centros de la carpintería de ribera en todo el bajo Guadalquivir y, en buena medida, los diseñadores de las barcas, —conocidas en todo el bajo río como “corianas”— y de las artes que se utilizaban. Dos razones se unieron para ello, de una parte, su emplazamiento, el gran atractivo que suponía su proximidad al río. Es en Coria del Río donde las lomas aljarafeñas que acompañan a toda la margen derecha del río desde aguas arriba de Sevilla, señalando el límite occidental del lecho de inundación del gran río, se acercan hasta conectarse con su orilla. De suerte que, a lo largo de las lomas del Aljarafe se fueron asentando los núcleos de población —Santiponce, Camas, San Juan de Aznalfarache, Palomares del Río— que aunaban así la cercanía al río y paliar los riesgos ciertos de sus riadas, dejando así, entre el pie de monte y la orilla una vega de modesta extensión. Coria del Río, por el contrario, vino a asentarse sobre esa misma loma, pero en el lugar en que esta se avecindaba con la orilla derecha del río, un hecho que, sin duda, ha sido determinante para el desarrollo de la vida en él y para el protagonismo que en la misma ha jugado su intensa relación con el Guadalquivir.

Desde su primitivo emplazamiento en la colina, —aquí llamada Cerro de San Juan— el núcleo urbano ha resbalado hacia el Guadalquivir, y sus casas llegan ya «sobre la misma orilla», tal como nos la describe Eugenio Nöel (6). Este fue también un largo e histórico proceso que tuvo siempre, —hasta la regulación del río con las presas de Cantillana y Alcalá del Río—como límite de la expansión de las tramas urbanas el lecho de inundación del río, que se marcaba con claridad con cada uno de sus frecuentes desbordamientos (7).

La certeza en que las riadas formaban parte de la realidad y que se producían como respuesta inmediata a las fuertes lluvias con régimen de vientos del suroeste hizo que durante siglos el frente oriental del casco urbano coriano tuvo como freno y linde el eje entre la iglesia parroquial o Iglesia Mayor y el pie de monte del cerro de San Juan. Y este eje marcaba con precisión el límite de expansión máximo de las aguas desbordadas, es decir, del lecho de inundación. La ecuación urbana de estos espacios solo se produjo tras un largo tiempo de asentamientos aislados. El proceso se vería estimulado por dos causas: el paulatino control de las riadas por la construcción de las presas de Alcalá del Río y Cantillana, de una parte, y de otra, la acelerada adecuación del espacio para hacer pasar por él la línea de tranvías que comunicaba a estos pueblos con la ciudad de Sevilla (8).

El día entre las dos márgenes.
Este dato aumenta su valor como explicación de esa superior vinculación de Coria del Río con el río y con todas las actividades que se generaban en torno a él. En el caso de La Puebla del Río, emplazada también sobre una última altura aljarafeña, a partir de la cual este borde mesetario gira hacia el SW alejándose del río, a través de un extensísimo término que abarca la mayor parte de las marismas de la margen derecha, hacia la que volcaron preferentemente sus vidas sus habitantes. Mas, en el momento de los repartimientos que definieron los términos municipales en todo este bajo río, Coria del Río vio muy reducida sus posibilidades en la margen derecha, —donde se ubicaba al pueblo— en tanto que su vega y aun su dehesa comunal se extendía por la margen izquierda. Es decir, el término de Coria del Río cabalgaba sobre las dos márgenes, estando en una de ellas las viviendas, y en la otra, los espacios para sus labores a las que debían trasladarse cotidianamente. De este modo, más allá incluso de la estricta actividad pesquera, es evidente que esa misma disociación da pie a una dinámica peculiar para su mundo rural que, de alguna forma, también le confiere un cierto aire de originalidad.
Veamos la visión de Coria del Río que, en 1845— nos deja Antoine de Latour, en una de sus descripciones viajeras por el Guadalquivir: “Durante algún tiempo, descendemos hasta Coria entre huertas de naranjos cuyas raíces testimonian que el río los arrastra a veces en su curso…. Infinidad de barquitas amarradas, como si dijéramos a la puerta de sus dueños, parece indicar que se trata de una población de pescadores”. Y algo más adelante, refiere el llamativo caso de la separación entre los campesinos y sus tierras de labor, situados a una y otra parte del río: … los campesinos ocupan solo la orilla derecha, pero la tierra cultivable está en la orilla izquierda. Por las mañanas, las barcas transportan a los campesinos hasta el borde del surco comenzado la víspera, los bueyes los siguen a nado, por la noche, de la misma forma, el campesino retorna a su casa y el buey a su establo” (9).


Y en el centro de todo: el río; no ya sólo como elemento vertebrador del paisaje, sino como el condicionante de la vida en todo el extenso territorio de su trazado desde Sevilla al mar. El río, además, como una barrera o como una calle más del pueblo, para lo cual se hizo necesario establecer un pasaje de barcas, —cuya antigüedad se remonta a los mismos lejanísimos instantes de la llegada de los hombres a estas orillas— y que, como advirtió Antoine de Latour, sigue ahí sosteniendo su utilidad y su actividad a través de los siglos. Ello no sólo se ha debido a su utilidad en el ámbito local, sino a la circunstancia de ser el último paso entre las orillas aguas abajo de la ciudad de Sevilla y por tanto conexión muy preciada entre los bordes este y oeste del gran pastizal marismeño que fue secular alfoz de la ciudad y sedes de sus ganados comunales (10).
A lo largo de todo su tramo bajo, el Guadalquivir poseía una de las ventajas que asignaba a todos los ríos el físico y matemático francés Blaise Pascal (1623-1662) quien, en el marco de sus investigaciones sobre el comportamiento de los fluidos, describía a los ríos como “caminos que andan”. El Guadalquivir lo era también, pero, además, lo hacía en las dos direcciones, es decir: durante unos momentos las aguas que bajaban camino del mar y en otros, las aguas, como si desoyera a la ley de la gravedad, fluyen desde el mar hacia el interior. El motivo de esta aparente anomalía es claro: todo el bajo Guadalquivir discurre a través de una extensa llanura, con levísima pendiente (menos de 10m entre Sevilla y Sanlúcar de Barrameda), de modo que a lo largo esa plana llanura, el flujo mareal del Atlántico penetra en él y sale de él (11).

La vida en torno al río.
De esta suerte, Coria del Río fue siempre la sede del mayor número de expertos conocedores del río y de sus claves, de sus bonanzas y de sus riesgos. Nacieron aquí tradicionales familias de pescadores, de empresarios ladrilleros, de comerciantes con las arenas o la sal de Bonanza, de barqueros que atendían el pasaje de las barcas o manos capaces de remendar las redes y artes de pesca. Y en estrecha conexión con ellos, otras tantas familias en torno al oficio de constructores de barcas, con talleres carpinteros salpicados a todo lo largo de la orilla.

Esta configuración del conjunto sistemático y cultural del bajo Guadalquivir venía de tiempo atrás, de siglos en los que sus elementos y sus diversos niveles de protagonismo eran casi los mismos. Con el paso del tiempo, se producían cambios que eran más cuantitativos que cualitativos. Es decir, se acrecentaba el número de sus habitantes, se reclamaban superiores atenciones para el cultivo de los campos o de los ganados, se sostenía la pesca con demandas que garantizaban la continuidad de una actividad que era básica para estos habitantes y, como ya hemos señalado, se mantenían las otras actividades “subsidiarias” pero indispensables para el funcionamiento del modelo. Un valioso ejemplo de cuanto queremos decir puede ser el siguiente: es sabido que desde finales del siglo XVIII este tramo bajo del río fue sometido a alteraciones notables en su trazado, produciendo la sucesiva eliminación de sus meandros o tornos, —mediante la realización de Cortas (12) — que consiguieron paliar riesgos a los navegantes y enderezar el cauce, eliminando kilómetros a su recorrido desde Sevilla al mar. Fueron, qué duda cabe, cambios que hicieron el Guadalquivir uno de los ríos más antropizados de la tierra. Pero, en lo referido al resto de los elementos y del funcionamiento del sistema, no se registraron cambios que pudiesen ser atribuidos a aquellas grandes obras hidrológicas. El trazado del río se cambiaba, pero no sus relaciones y conexiones con sus entornos.
Recuerdos desde la orilla de la infancia.
Los elementos básicos del sistema, y de sus respectivos papeles dentro del todo, se mantuvieron por mucho tiempo. Hasta el extremo de que podemos atrevernos a decir que los cambios que han conducido al modelo que configura la situación actual, no comenzaron a producirse hasta la segunda mitad del siglo pasado. De ahí el modo en que abrí estas líneas. Puedo escribir sobre ello desde mi recuerdo. Yo he podido ser testigo de los cambios. Y sé que la orilla que yo transitaba, en la que jugaba, los muelles en los que veía llegar y partir a los campesinos, las barcas areneras, los hornos de ladrillo y los ladrilleros cargando los barcos a través de una estrecha pasarela, los ganados comunales de “la boyá” acudiendo a abrevar en la orilla izquierda, las instalaciones del viejo astillero o, en fin, los diversos talleres de carpintería de ribera que se salpicaban por la orilla, el olor de la brea con la que se recubrían las embarcaciones recién hechas, —después de la cuidadosa tarea de los calafates—, era esencialmente la misma que mi padre y los hombres y mujeres de su generación habían conocido, y que todavía podíamos compartir con ellos la seducción con la que convivíamos con todo aquello, y muy especialmente, con el proceso de construcción de las barcas, o cuando sentíamos la alegría en los días de las botaduras (13).






Así pues, todo ese mundo, hoy recluido en el luminoso rincón de mis buenos recuerdos, venía desde muy lejos. Lo recibíamos al nacer y nos acompañaba sin mudanzas visibles durante muchos años. A los ojos de quienes lo habitábamos, la vida de la orilla se mostraba como algo eterno, inmutable a los envites del tiempo, sin que éste le dejase sus señales. Cada parte estaba en su lugar y con una energía común, cuya fuente era el río, que aportaba la principal energía para sostenerlo con vida. Pero entonces, como ahora, nada de lo que sucediese al río dejaba de tener sus reflejos en todos los demás elementos del sistema.
La degeneración del río.
Por eso, todo empezó a cambiar cuando una serie de combinadas acciones y omisiones, y procesos convergentes externos de diverso tipo en su capacidad de alterar las aguas, comenzaron a proyectarse sobre el Guadalquivir. Muy pronto se advirtieron alteraciones notables de sus condiciones biológicas y, en consecuencia, en la inmediata y progresiva pérdida de la tradicional fertilidad de las pesquerías y los modos de relación entre las gentes que habitaban sus orillas. Fue un empobrecimiento paulatino que afectó primero a la calidad biológica de sus aguas y de un modo lento pero irreversible, se iba poniendo fin a la pesca y al conjunto de acciones subsidiarias que, directa o indirectamente, dependían de ella.
Ya dijimos que este sistema fluvial y cultural del bajo Guadalquivir era un sistema abierto y que, por tanto, estaba en permanente interacción con un entorno más o menos extenso. En este caso, hasta sus aguas y desde ellas a sus áreas de influencia, fueron llegando energías y materias con capacidad suficiente para hacer cambiar la entidad de los elementos del sistema, —de un modo trascendente en el que era el núcleo del mismo, es decir, la pesca— y obligarles a resituarse hasta acabar consolidando otro, en el que cada una de esas partes estaban, seguían presentes, pero jugando protagonismos diferentes. Así pues, el área territorial de bajo Guadalquivir, —entendido como la conexión entre el río y los entornos naturales y humanos de sus márgenes— seguirá en nuestros días siendo un sistema general abierto, con sus mismos elementos, pero estos elementos tendrán roles distintos en el funcionamiento de todo. Y el actual es, como ahora describiremos de un modo sucinto, el final del proceso que, desde mediados del siglo XX, se comenzó a dar en estas realidades sistémicas en las que el río jugaba el papel fundamental, un proceso que alcanzó sus mayores efectos en la década de los años sesenta y setenta de la pasada centuria.
Para quienes hacíamos de esas orillas nuestros “espacios vividos”, era una evidencia que, a partir de ciertos momentos, el río estaba empobreciéndose, la mayoría de las especies más atractivas de la pesca, desde el punto de vista comercial, dejaban de subir como la saboga o el sábalo o se capturaban en cantidades mínimas. Veíamos que cada vez eran menos las barcas atadas a la orilla y, en fin, por su fuerte poder simbólico, señalamos que la huerta de Villa Pepita, donde se fabricaba el caviar a partir de las capturas de esturiones —las últimas pesquerías de este animal se databan en 1958— había cerrado y hoy se ha transformado en un restaurante que pretende aprovechar el reclamo del nombre de la especie que allí eliminaron. Salvo el albur, resistente a las negativas condiciones que fueron adquiriendo las aguas, y en menor medida el camarón, han seguido siendo capturas cotidianas que, casi como una reliquia, perviven como un lejano eco de la que fuera floreciente pesca en el bajo Guadalquivir. Los camarones, consumo otrora popular y asequible para todos, es hoy un manjar de precios más elevados y se capturan solo aguas abajo del río, lejos de Coria del Río (14). Por el contrario, el albur (alosa alosa), sigue siendo la base de las pesquerías actuales y atiende a una limitada, aunque perseverante, demanda de consumo local.


El deterioro de las condiciones biológicas de las aguas del Guadalquivir, principio del trascendente cambio, fue debido a la concatenación de diversos hechos (15). Uno de ellos fue la construcción de la presa de Alcalá del Río (16), cuyos efectos sobre la pesca se centraron en aquellas especies que subían hasta sus orillas para realizar el desove, entre ellos el esturión (ascipenser sturio) (17). En décadas posteriores, los fondos de grava de estas áreas del río se esquilmarían, —para atender las demandas de las edificaciones que entonces se producían— y dejaron sin suelos pedregosos y aguas limpias a los pocos especímenes que llegaban hasta esas áreas para realizar su desove. Otro factor de deterioro fue convertir al Guadalquivir en un colector para los vertidos de las grandes fábricas azucareras situadas aguas arriba de Sevilla. Y de un modo muy directo, el río fue la víctima de los efectos del poderoso crecimiento demográfico de Sevilla y su área metropolitana, emisores durante décadas de ingentes vertidos residuales, sin el menor tratamiento que, además, sumaron sus efectos nocivos con los aportes de los focos industriales que nacieron en el entorno de la ciudad sevillana durante los años sesenta (los llamados “Polos de desarrollo”) (18).
Y acorde con la perturbación localizada en el río, que era el núcleo esencial del sistema, —como lo ha seguido siendo del nuevo modelo— las demás actividades que eran los elementos de dicho sistema se fueron adentrando también, con mínimos desfases temporales, en similares procesos de degradación, de disminución de su presencia y de su valor para los hombres del río y los habitantes del pueblo. En algunos casos, han llegado a desaparecer de un modo definitivo, dejando en la memoria y también en algunos elementos materiales de su uso el recuerdo de todo aquello. Fue el caso, ya citado, de diversas especies y de los talleres de carpintería de ribera, no sólo por la caída de la demanda, sino porque comenzaron a introducirse otros materiales en los procesos de fabricación de las barcas. Esta alteración de los materiales no cambió el prototipo de la llamada “barca coriana”, pero sí las artes de pesca que sobre ellas se instalaban, perdiéndose poco a poco el arte de cuchara y aceptándose cada vez más la llamada “arte a banda”. De los hasta cinco talleres carpinteros que acogió la orilla coriana del Guadalquivir, hoy sólo queda uno —la de la familia Asián— que no desarrolla ninguna actividad constructiva y sin que haya más horizonte para el mismo que su desaparición, salvo que, dado su carácter de bien etnográfico, pudiera utilizarse para la creación de alguna instalación museográfica.

De modo que hoy no podemos calificar más que de irresponsable, la explotación de los esturiones, —sollos en el argot popular—. La obtención del caviar provocó en apenas treinta años la desaparición de esta especie de las aguas del bajo Guadalquivir. Todo ello, a partir del cambio sustantivo que significó el abandono de la pesca para carne —que se hacía en los desovaderos de Alcalá del Río— y priorizándose las capturas de hembras para la explotación de las huevas como base del caviar. Todo ello fue realizado desde una iniciativa empresarial vinculada a la familia Ybarra y que tuvo su sede en la llamada huerta de Villa Pepita. Comenzó su actividad el año 1932 y se abandonaron las pesquerías hacia el año 1958/1960.
Finalmente, por no extendernos excesivamente en esta casuística, recordemos que la paulatina llegada del mundo de los electrodomésticos provocó también alteraciones sustantivas, como en tantos otros lugares y situaciones. De una parte, la sal, como elemento de conservación, pudo ser sustituida y por ello, el comercio que las grandes barcas hacían desde Bonanza a Coria del Río y desde aquí a todo el entorno geográfico periurbano, fue desapareciendo poco a poco. Y de un modo análogo a como se manifiesta el mundo biológico y orgánico, —acabada la función se hace innecesario el órgano— las grandes barcas, que aquí llamábamos las “panzúas” dejaron también de construirse y desaparecieron de los muelles de madera, donde hacían sus descargas. Parejamente, el citado muelle devino también innecesario y desapareció. Y todo ello fue parejo a la llegada de la motorización a aquellos tradicionales modos de vida, produciendo en ellos las lógicas mudanzas. En nuestro caso fue muy notable la transformación en las navegaciones, tanto las de los barcos de pesca, —especialmente en un tiempo en que las capturas cada vez había que obtenerlas más río abajo—como en barcazas que hacían el tránsito entre las orillas—, en detrimento de los tradicionales remos, que quedaron reducidos prácticamente al manejo de las pequeñas canoas.

Del pasado al presente.
La antigua orilla en la que se asentaban los talleres de carpintería de ribera, el penetrante olor de la brea de los calafates, la rampa de las botaduras que veía atracar o partir a las barcas pesqueras o las barcas “panzúas” que traían y llevaban por el río sus cargas de arenas y de sal; a la barcaza que unía las márgenes, el muelle de maderas que crujían bajo nuestros pies cuando corríamos por él atrayendo las iras del guarda, el muelle desde el que mis amigos, ignorando los riesgos, se lanzaban a las aguas, buscando en el baño salidas para sus precoces ansias aventureras y paliativos para el calor de los estíos, ya no están.
A veces, esa misma orilla de aspecto pacífico, se veía inundada por el poderoso caudal del río ensanchado por las lluvias. Eran los días de las riadas que los niños seguíamos como una fiesta, viendo a las aguas ocupando los espacios de nuestros juegos. Todo se aquietaba entonces. Las faenas de la pesca se paraban y la barcaza dejaba de pasar por los peligros ciertos que supondría tratar de atravesar un río tan caudaloso y con aguas que, casi torrencialmente, buscaban al océano. Durante días, el pueblo y el campo quedaban aislados el uno del otro. Pero no quedaba otra opción que esperar y los campesinos lo hacían imaginando los daños que el agua hubiese producido en sus cultivos o en sus modestas cabañas de ganado. De todo ello no queda más que la memoria de quienes lo vivimos.
Y la orilla era también entonces, como en parte lo es hoy, un lugar para dejar pasar el tiempo mirando el flujo de las aguas, recordando o soñando; el lugar para el cotidiano encuentro de los viejos marineros en el entorno de la “Venta del muelle” o de los muchos ociosos que proyectan su curiosidad observando, un día tras otro, seducidos, como si fuese la primera vez, el paso de los grandes buques o la llegada o partida de la barcaza, que ahora no sólo traslada a los campesinos, sino que, además, da servicios a un persistente goteo de automóviles, maquinarias agrícolas o camiones. Y como signo de los nuevos tiempos, en los fines de semanas, la ocupan paseantes y grupos de ciclistas de diversos orígenes. Y en primavera, cuando llega la voz que se emite desde una lejana aldea marismeña, el Guadalquivir y la barcaza se convierten en un nuevo hito del camino.
Notas.
1. Hyde L. Breviario del olvido. Siruela. Biblioteca de ensayo. Madrid, 2020.
2. El valor de este cambio de paradigma y la concepción que aporta para comprender los fenómenos complejos, hizo que una teoría, que comenzara para aplicarse a la biología, sea hoy un esquema aplicado en las ciencias sociales, desde la psicología hasta los modelos de gestión empresariales o de la administración.
3. Suárez Japón, J.M. Marismas del Guadalquivir: un paisaje entre la historia y la geografía; en Pepe Florido. La pradera de plata. Caja San Fernando. Sevilla. 2004/2005. Pp.11-30.
4. Machado, A. Catálogo de los peces que habitan o frecuentan las costas de Cádiz y Huelva, con inclusión de los del río Guadalquivir. Sevilla, 1857.
5. Madoz, P. Diccionario Geográfico–Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar. Madrid, 1845-41, t. IX, p.22.
6. “A una milla de distancia, pasada Puebla, y sobre la misma orilla, encuéntrase el pueblecito de Coria, cuyas casas se extienden por la falda de la colina. Es el pueblo que Rodrigo Caro llama Caura y al que atribuye una fundación muy antigua”. En Noél, E. Las márgenes del Guadalquivir. Sevilla, 1870.
7. Me ocupé de analizar las relaciones entre el desarrollo urbano de Coria del Río y el régimen de las riadas en Suárez Japón, J.M. “Las riadas del Guadalquivir en Coria. Conflicto social y desarrollo urbano”. En Guadalquivir por Coria. Diputación de Sevilla y Autoridad Portuaria. Sevilla. 2000; y en “Sobre el río y las riadas que asolaban a sus pueblos y a sus campos”, en Sevilla y su río en el siglo XVIII. Un proyecto ilustrado para la mejora del cauce del Guadalquivir. Universidad de Sevilla. Sevilla, 2012. Pp.65-96.
8. La inauguración del servicio de estos tranvías se produjo en 1931 y estuvieron en uso hasta 1965.
9. de Latour, A. La bahía de Cádiz. Diputación Provincial de Cádiz.
10. Suárez Japón, J.M. “El pasaje de barcas de Coria del Rio (Sevilla); una aproximación geo-histórica. Sevilla (1985)”, en Revista Archivo Hispalense; N. 209. Diputación Provincial de Sevilla. Pp.45-65.
11. La onda de marea se percibe hasta la altura de Alcalá del Río, a una decena de kilómetros aguas arriba de la ciudad de Sevilla.
12. Vid. en Suárez Japón, J.M. Por el río bajo. Un viaje geográfico literario al bajo Guadalquivir. Ed. Almuzara; y Suárez Japón, J.M. “La Corta de La Merlina (1795)”. Anales de la Universidad de Cádiz II. Universidad de Cádiz. 1985. Pp.295–310. Suárez Japón, JM. “El poblamiento del Bajo Guadalquivir en el último cuarto de siglo: El río y “la ciudad””, en El río Guadalquivir. Junta de Andalucía y Ministerio de Medio Ambiente. Y en el estudio del profesor Leandro del Moral: El Guadalquivir y la Transformación Urbana de Sevilla (Siglos XVIII-XX). Ayuntamiento de Sevilla. 1993; y La Obra Hidráulica en la Cuenca Baja del Guadalquivir (Siglos XVIII-XX). Universidad de Sevilla. 1991.
13. Suárez Japón, J.M. “La carpintería de ribera, un elemento del sistema geográfico-cultural del Bajo Guadalquivir”, en Revista Azotea, N. 4. Sevilla (1989). Ayuntamiento de Coria del Río. Pp.31-39.
14. Esa ya aludida condición de “espace vécu” que todos estos hechos tenían para mí, hizo que me ocupase de ello como contenido de mi tesis de Licenciatura y que pudiese enriquecer mis conocimientos a través de numerosos contactos con “supervivientes” de las actividades que veíamos desaparecer un poco cada día. De esta suerte, mis aportaciones en aquel primer acercamiento y, a falta de las carencias que todo trabajo primero contiene, sin embargo, posee el valor que se otorgaba a los añejos cronistas medievales cuando, al relatar los hechos, afirmaban “yo estaba allí, yo lo vi”.
15. Agudo Torrico, J. y Sabuco Cantó, A. “La pesca en el bajo Guadalquivir: entre la tradición y el aprovechamiento de los nuevos recursos pesqueros”, en Narria: Estudios de artes y costumbres populares nº 85-88, 1999. Pp.27-36.
16. Puesta en funcionamiento en 1931, diseñada durante la Dictadura de Primo de Rivera, en el edificio se combinan los rasgos propios de las construcciones funcionales con una cierta monumentalidad que da a la presa el aspecto de una fortaleza. En su momento constituyó una obra de vanguardia pues fue la primera presa de compuertas que se construyó en España. Se le pretendió dotar de un sistema de esclusas que permitiría la navegación hasta Córdoba, sistema que nunca llegó a funcionar.
17. Gutiérrez Rodríguez, F. “El esturión del río Guadalquivir”, en folleto informativo núm. 5, Ministerio de Agricultura, Dirección General de Montes, Caza y Pesca Fluvial, año 1962, Pontevedra. En Lozano Rey, L. “Notas relativas al esturión en España”. y en Classen, T. “Notas preliminares sobre la biología y aprovechamiento del esturión en el Guadalquivir”, ambas en C. Bermejo Editor. Madrid. 1936 (y en edición facsímil en Carvajal Japón. V. y Raya. F. y Ruiz Japón, M. Revista Azotea. Ayuntamiento de Coria del Río 1987 y especialmente el estudio monográfico de Salvador Algarín Vélez: La historia última de los esturiones del Guadalquivir, en Revista AZOTEA, Ayuntamiento de Coria del Río. No 13-14. Pgs. 19-88.1987. Sevilla. Monográfico “El esturión del Guadalquivir”. Este número incluye el facsímil del clericó estudio de Teodoro Classen: Estudio bio-estadístico del esturión o sollo del Guadalquivir (Acipernser Sturio L.).
18. Véase en Agudo Torrico, J. y Fabuco, A. op. cit. y en Suárez Japón, J.M. La pesca en el bajo Guadalquivir hacia el final de una actividad. op. cit..