El paisaje como «arte-facto». El valor de la imagen. Estudio de un caso particular en la orilla del bajo Guadalquivir.

Pasamos buena parte de nuestra vida, especialmente en sus primeros tramos, admitiendo la engañosa evidencia de que todo lo que nos rodea “fue siempre así”. Transitamos por ese espacio en el que todavía “el tiempo no nos alcanza” y por eso el tiempo no suele estar presente en nuestros primeros escarceos por explicarnos la realidad. Y, sin embargo, solo él, el tiempo, será el que nos dará la precisa distancia, eso que llamamos perspectiva, y podrá ofrecernos la luz que necesitamos para dar sentido a nuestro propio pasado. Será entonces cuando se nos activen los primeros resortes de la memoria.
Y en cuanto a la memoria, bien podremos admitir que, cuanto más se alargue nuestra vida, más poderosa y más precisa nos será. Es esa herramienta, que, como se afirma en el diccionario de la RAE, “manifiesta nuestra capacidad psíquica por medio de la cual se retiene y recuerda el pasado”, o sea, nos permite “localizar hechos pasados como pasados”. Y así, casi sin darnos cuenta, vamos gestando “inventarios” de hechos, propios o ajenos, localizados en el pasado. Es decir, vamos generando los que llamamos “recuerdos”. De este modo entendemos mejor nuestra vida y también a García Márquez, cuando dice que “la vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda para contarla” (García Márquez, 2004).
Y de la mano de la memoria caminamos por el tiempo hasta que un día, ante cualquiera de los hechos que nos rodean, decimos eso de “esto no era así”; “esto ha cambiado mucho…”.
Memoria, imagen y paisaje.
Es innegable que nuestros conocimientos deben mucho a las conexiones con la memoria. De un lado, con la memoria subjetiva, de otro, con la memoria en un sentido más colectivo o social, y sucede también que a veces, este “conocimiento” es un producto construido a partir de interpretaciones comunes de la realidad. Esto conduciría a un cierto “saber objetivado”, que es lo que solemos llamar “memoria colectiva”: un conocimiento compartido sobre la realidad que es asumido por todos los miembros de una colectividad con significados idénticos. De este modo, es cierto que la memoria posee una gran capacidad para vertebrar a una comunidad, -local, regional o nacional-, en torno a esa interpretación común de los mismos hechos.
Pero de cara a la intención que nos guía en este artículo, reclamo en especial el valor de la que hemos llamado “memoria subjetiva”, porque es a partir de ahí desde donde cada cual se descubre como parte de un proceso de cambio. “Esto, antes no era así”. Y ese mismo mecanismo de percepción, nos ayuda también a detectar ciertos elementos de continuidad que siempre subyace, -de forma más o menos clara-, en los cambios que afectan a las vidas individuales y colectivas. Y afectan y describen también a las dinámicas paisajísticas y territoriales. Casi con la misma ingenua sorpresa de aquel “que descubrió que hablaba en prosa”, así también nosotros aceptamos el carácter dinámico y cambiante de la realidad, especialmente cuando se trata de sectores de la realidad que se miden en la escala de la vida del ser humano y de los que podemos afirmar que reflejan mudanzas que han sido frutos de la acción humana.
El concepto de paisaje es la clave de cuanto decimos. Porque en él se encierra la complejidad de lo real. Están los elementos naturales, físicos, mucho más reacios al cambio. Y están los humanos, es decir, los componentes del todo que el paisaje supone, como vinculados a la presencia y a la acción de los hombres. Habitualmente, son estos últimos los que mejor muestran las señales del cambio. El hombre ante el paisaje es actor y también observador. Interviene en el espacio, lo ocupa y cambia a partir de intereses y necesidades precisas. Avanzando por ese camino, el paisaje nos ofrece su condición de hecho histórico, —no en el sentido de la Historia de las fanfarrias y las banderolas— sino en el sentido de ser un hecho cuya comprensión se sitúa en el tiempo. De este modo, nos ofrecerá también su carácter cultural, es decir, fruto de la acción “creativa” del hombre. El paisaje es concepto síntesis de una complejidad, que nace como tal cuando así es percibido por el hombre. Por eso no hemos dudado en rotular aquí al paisaje como “arte-facto”, o sea, como algo que hacemos, que es producto de “nuestras manos”.
Y tirando de este hilo, surge una pregunta cuya respuesta aporta importantes valores añadidos a la comprensión de la realidad: “el paisaje, hecho por quién y para qué”. Reitero que, si ese paisaje está en la escala humana y al que percibimos como fruto de las acciones humanas, es razonable preguntarse con qué criterios se promueven esas grandes o pequeñas mudanzas que nos hace sentir que “esto ya no es como antes”. La pregunta nos conduce a otras muchas; quiénes son en cada caso los agentes del proceso de cambio, ya sean estos imperceptibles y lentos como los que se producen en los espacios rurales, o ya sean cambios depredadores de los territorios, con gran capacidad de transformación, que suelen producirse en los espacios urbanos y periurbanos. ¿Quién promovió los cambios, los sectores públicos o los privados? Y en cada caso, ¿quiénes serían los beneficiarios? Y tantas otras posibles cuestiones. De modo que, el paisaje, además de subjetivo, de complejo, de histórico y de cultural, también es un hecho social. Como en el fondo lo son todos aquellos asuntos sobre los que el hombre pone la mano.
El centro de nuestra idea es ponderar el valor de la observación de cambios mensurables en escalas ajustadas al «tiempo humano”. Por ejemplo, las que han sucedido ahí donde se han colonizado espacios o cambiado sus usos, creándose nuevos “envoltorios” para nuestras vidas. En definitiva, que la memoria, -individual o colectiva-, es fuente especialmente válida para el conocimiento de paisajes nacidos tras fuertes cambios, así como sus causas, agentes y resultados. Y el necesario debate, —en el que aquí ahora no podemos entrar— es que no es factible sostenerse, sin más, en un rechazo al dinamismo de la realidad, pero sí es indispensable analizar con cuidado cómo vamos integrando “eso nuevo” en los cotidianos mecanismos de nuestras vidas. Y en ese proceso de integración es donde más precisa se hace la memoria y donde los “recuerdos” se convierten en “fuentes” para explicar racionalmente los rasgos del presente.
En el tiempo que nos ha tocado vivir, otro ingrediente de esas prácticas de recomposición de pasado lo constituye la fotografía. Es cierto que, además, para determinados hechos, —tras más de siglo y medio de historia de la fotografía—, podemos manejar no sólo la imagen de un momento, sino incluso series de imágenes retrospectivas dotadas de un gran potencial informativo. Porque la fotografía se vincula a un deseo permanente del hombre: “inmortalizar su pasado”, que es como inmortalizarse él mismo. Ceden al impulso imposible de retener para siempre momentos de su vida o lugares visitados o vividos. Es la aspiración utópica de salvar de la desaparición y del olvido partes de nuestras propias vidas. Y todo esto, que es válido en general, se ha hecho aún más cierto en una época, como la actual, en la que el dominio de la imagen, —a través de diferentes medios— se ha hecho omnímodo. El tiempo presente se ha acomodado a un cotidiano uso de la imagen y que ésta ha invadido todos los rincones de nuestras actividades. En las últimas décadas hemos transitado, con la velocidad de un cometa, desde un tiempo en que el hacernos una fotografía era un acontecimiento singular a otro en que todo lo que sucede se fotografía.
Susan Sontag (1996) ya advirtió que “las sociedades industriales transforman a sus ciudadanos en un puro vaciadero de imágenes”. Es cierto, a diferencia de otros tiempos, todos los hechos de nuestro presente, quedan retenidos en imágenes. La sociedad contemporánea es una “sociedad retratada”. Y si nos reiteramos en que la imagen fotográfica tiene vocación de salvaguardar el pasado, es una evidencia que hoy se ha acortado, hasta el instante, el tiempo en que, por virtud de las fotos, “el presente se convierte en pasado”.
Y será a partir de todos estos fundamentos teóricos como nos acercaremos ahora a estudiar un caso concreto en el que las series fotográficas nos permiten seguir el proceso de construcción de un nuevo paisaje.
Estudio de un caso: la margen derecha del Guadalquivir a su paso por Coria del Río (Sevilla).
La onda de la marea atlántica que marca el límite del estuario del Guadalquivir llega hasta Alcalá del Río, pero la parte esencial del mismo es el tramo fluvial que fluye aguas abajo de la ciudad de Sevilla. Ese es el Guadalquivir navegable, el histórico, el que llevó y trajo a la Carrera de Indias. Y también, en su formato actual, el resultado de numerosas y grandes obras hidráulicas que le convierten en uno de los ríos más antropizados y alterados de Europa. Discurre por una llanura sin apenas pendiente, lo que permitía su navegabilidad, pero que definió su trazado a través de grandes meandros que devenían en obstáculo para la misma. El régimen pluviométrico irregular le hace alternar estiajes profundos y fuertes crecidas y desbordamientos, —las aquí llamadas riadas— que sometían a sus frágiles orillas arcillosas a alternativos procesos de erosión, tras una fuerte sedimentación, colmataban los fondos y reducían la capacidad del cauce. Esta dialéctica, de base fisiográfica, explica al Guadalquivir y a la vida de los hombres que desde muy atrás en la historia se asentaron en sus márgenes.
A unos diez kilómetros aguas abajo de Sevilla, se localiza el municipio ribereño de Coria del Río, el que más fuertes vínculos tuvo siempre con el Guadalquivir y sus modos de vida (Suárez-Japón, 2000). Como los otros núcleos del borde oriental del Aljarafe, se asentó en lo alto del cerro, pero, a diferencia de los otros, proyecto su crecimiento en dirección al río, deteniéndose solo en el límite del lecho de inundación (Suárez-Japón, 1985; 2000). Fue, por ello, el núcleo habitado que quedó más vinculado, —física y humanamente—, a la vida del río y sus orillas. Y es un dato que añade conocimiento a este texto, saber que esta orilla coriana de la margen derecha, donde se asienta el casco urbano, se sitúa en el frente cóncavo de un viejo meandro, el llamado de La Merlina, —que fue “cortado” en 1795—, lo que la convertía en el escenario de las agresiones erosivas del Guadalquivir (Suárez-Japón, 1985). Y ese sigue siendo un rasgo que persiste pese a la eliminación del referido meandro (Castillo, A, et alt. 2012).

Formaba parte de la costumbre ancestral de este pueblo de la ribera contemplar cómo tras cada desbordamiento, la orilla experimentaba daños visibles que vinieron a convertirse en una constante preocupación para el pueblo (Suárez-Japón, 2012). Los Boletines de Información Municipal (BIM), —comenzaron a editarse desde 1909—, nos permiten seguir la preocupación por el deterioro de la orilla, pero los sucesivos acuerdos capitulares se sucedían sin que a esas manifestaciones siguiesen correlatos de reformas.

Sólo poco antes de 1931 se produjeron algunas porque exigió la implantación del “ferrocarril secundario”, que unió a los pueblos de este borde oriental de Aljarafe con la ciudad. Su trazado se hizo alejándose del cauce y paralelo a la carretera. Más, el deterioro no era frenado de la orilla iba aumentando el riesgo de los tránsitos, hasta señalarlos como un peligro cierto incluso para algunos sectores del caserío.


En 1938, la comisión gestora del Ayuntamiento coriano abordó respuestas para contrarrestar las riadas, pero lo hizo desviando el punto de desembocadura del arroyo Pudio, un afluente del Guadalquivir cuya dinámica acentuaba la dimensión de las riadas. Y antes, en 1937, se había solicitado la “construcción de un muro de defensa en el trozo de la carretera que linda con el Batán”. Fue una más entre las interminables peticiones de ayudas a las “perentorias necesidades de la población”. Durante los años 1944 y 1945 se registran peticiones semejantes por parte del Cabildo coriano sin respuesta alguna y en 1950, tras la gran riada de 1947, calificada por Nicolás Salas como “una de las más importantes del siglo” (Salas, 1994), volvió a reclamarse desde Coria del Río “medidas urgentes para evitar los daños causados por la corriente del río en la zona de entrada de la población, poniendo en peligro la carretera general y un gran número de viviendas” (BIM, septiembre 1950). Los sucesivos desbordamientos de los años 1951 y 1952, movieron ya el inicio de algunas intervenciones “defensivas”.
Nuevas riadas en 1955 habían acrecentado los daños en esta orilla derecha y se solicitó al Ingeniero de Obras Públicas de la provincia que actuara creando “la urgente defensa de la margen del río”, en la que se habían dañado también las casas del barrio de los pescadores (BIM. Marzo 1955). Pero hasta 1959 no fueron adjudicadas esas obras de defensa de la margen que comenzaron a ejecutarse entre 1960 y 1961. Consistieron en la colocación de 3000 plantones de eucaliptos con las que se formaron empalizadas rellenas de piedras y entrelazadas con redes metálicas. Sus resultados no fueron los esperados y solo produjeron una atenuación de los daños.

Es curioso constatar un dato, de por sí indicativo del modo en que se producían las respuestas “oficiales”. En esas fechas de mediados del siglo XX se decidían obras sujetas a técnicas que ya habían sido recomendadas en algunos de los proyectos de mejoras del río que se plantearon desde el siglo XVIII. En Castillo, A. y otros. (2012) se recoge el “Proyecto ilustrado para la mejora del cauce del Guadalquivir” y se anexa el texto completo del proyecto vencedor en un Concurso de Ideas promovido para hallar respuestas al referido problema, fechado en 1780, así como un interesante anexo de planos (1).

Hay que aguardar a la década de los sesenta para percibir el umbral de un tiempo en el que sí se produjeron cambios perceptibles. Se explicaban por la convergencia de dos factores externos: de una parte, a partir de 1965, el tranvía a Sevilla (aquel “ferrocarril secundario”) dejó de funcionar y los suelos de su trazado viario fueron recuperados para el dominio público, pudiendo a la carretera alejarse del río. Y junto a ella, la más trascendente fue otro elemento exterior a Coria del Río, pero de inmediatos reflejos en la vida de su río. Nos referimos a la regulación de los caudales del Guadalquivir que se efectuó por las dos grandes presas de Alcalá del Río y de Cantillana, -ambas situadas aguas arriba de la ciudad de Sevilla-, (Bernal, AM. 1994). Sus funciones, entre otras, era regular el flujo de las aguas haciendo más “previsibles” las riadas y menores sus efectos negativos en las márgenes. Y también, —no lo dejemos de señalar—, al alto precio de producir limitaciones irreversibles en ciertas actividades pesqueras de este tramo del Guadalquivir, especialmente en las capturas de los esturiones y en su aprovechamiento como caviar, cuya única factoría se hallaba en esa misma orilla coriana. (Algarín, S. 2000).
La década de los sesenta, pese a todo, finalizaría sin que los crónicos problemas de la protección de la orilla solo se le hubiesen aplicado algunas soluciones provisionales, frente a las cuales la constancia erosiva del Guadalquivir, una y otra vez, resultaba vencedora.

Durante años, las continuadas “agresiones” del río obligaban a periódicas reposiciones de las empalizadas de estacas, certificando su limitada validez. Las primeras corporaciones democráticas serían las que, mediados ya los años ochenta, retomarían las peticiones al gobierno central para dar al Guadalquivir respuestas más consistentes, especialmente en el tramo de la orilla más amenazada, la que va entre la huerta de “Villa Pepita” (antigua factoría del caviar) y la desembocadura del arroyo Pudio. Finalmente, el gobierno de España aprobó un Plan Integral de Protección de la Orilla y construcción de un Paseo Fluvial. Su puesta en marcha adoleció de la lentitud que caracteriza a este tipo de intervenciones públicas, de suerte que la inauguración, es decir, “la construcción del nuevo paisaje de la orilla”, se produjo en marzo de 1994.
El proceso de implantación del citado Plan de Protección y de la paralela construcción de un Paseo Fluvial fue muy dilatado, a causa de sus innegables dificultades. En síntesis, la orilla a proteger se dividió en dos sectores. El primero, sometido a superiores embates de las aguas, -desde la huerta de Villa Pepita hasta Punta Arenas-, fue abordado mediante la instalación de una red de grandes paneles de aceros, perpendiculares, clavados en el fondo, con los que se construyó una “pared” que aislaba a la orilla del contacto directo con el río del que se separa por un esbelto barandal.


El otro sector fue sometido a un tratamiento diferente: mediante la “construcción” de unas rampas sobre la superficie de la orilla y hasta las aguas, en la que se depositaron telas asfálticas y una gruesa capa de piezas de hormigón, —que pese a todo no han evitado el afloramiento de un herbazal espeso a lo largo de toda la ribera—, rematadas con un murete continuo que recorría toda la orilla.
Y, a lo largo del todo el espacio transformado se habilitó el Paseo Fluvial convertido hoy en un área de esparcimiento y de ocio, con unos intensos usos públicos.
El resultado ha sido no sólo la solución a los crónicos problemas erosivos de la orilla del Guadalquivir coriano, sino la creación de “un nuevo paisaje”, que sólo tiene treinta años y que todos han hecho suyo. Hasta el punto de que sólo la memoria de quienes lo hemos vivido y el apoyo de las series fotográficas, nos permiten entenderlo y localizar en él los escasos elementos de continuidad que han permanecido.
Un paisaje nuevo se extiende a lo largo de este tramo de la margen derecha del Guadalquivir por Coria del Río. Sólo algunos elementos, como la Venta del Embarcadero, sirven como elementos de continuidad que nos permiten reconocer los espacios e identificarnos con ellos. Las fotografías que reflejaban la situación de la orilla a mediados el siglo XX son hoy contempladas por los más jóvenes con perplejidad.
Les cuesta creer que el espacio que hoy ven y en el que pasan su tiempo, no haya sido siempre así. Es la ingenua trampa del paisaje: la falsa apariencia de eternidad que en cada momento nos transmite. Frente a ello, las series fotográficas nos permiten revelar su génesis, al tiempo que una investigación más completa nos desvelaría también las razones que los promovieron. Nada es ya como fue.
Nota 1: Proyecto presentado por don Francisco Pizarro, maestro de Matemáticas en el Real Colegio Seminario de San Telmo de Sevilla, sobre composición del río Guadalquivir” (1780).
Bibliografía
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