El lenguaje de las cosas: la transformación del entorno

La relación entre el ser humano y el entorno, sea éste artificial o natural, aún está insuficientemente descrita, pese a los progresos de la antropología ecológica, de las ciencias cognitivas y de la filosofía y las ciencias del lenguaje posestructuralistas. Poco a poco somos más conscientes, eso sí, de que el humano es parte integrante del entorno al mismo nivel que los elementos no humanos (animados e inanimados) y no la parte central o preferente del mismo. Entre los elementos del entorno, los objetos de fabricación humana, nuestros artefactos, sirven quizá mejor que otros como ejemplo para mostrar la continuidad entre lo que somos y lo que no somos. En este sentido, una simple grapadora es un artefacto particularmente parlante.
Sabemos que los artefactos poseen, además de su funcionalidad para realizar un determinado trabajo manual, una cierta disponibilidad para la actividad lingüística: desde el balde y el yesquero hasta esta grapadora, se trata de artefactos impregnados de recuerdos de aprendizaje de su manejo a través de la observación, de la práctica y sobre todo a través del lenguaje. Pues no hay actividad humana que no esté articulada, de un modo u otro, al lenguaje. El grado de disponibilidad de los artefactos para la actividad lingüística varía de uno a otro: es más perceptible, seguramente, en un ordenador o un teléfono que en una pala o en un rastrillo. Todo depende de lo que podríamos llamar “el diseño lingüístico” de los objetos y de nuestra capacidad personal para reconocerlo.
La grapadora

En el caso de la grapadora, podemos ver que tiene boca y dientes en forma de ganchos, usados para fijar una cosa a otra, generalmente un papel a otro. Así, cabe pensar que una grapadora no sólo tiene boca, sino que también habla. En efecto, establece, con su “mordisco”, un ensamblaje entre al menos dos documentos escritos y también, más importante aún, un orden de lectura. La grapa fija el texto y a la vez queda fijada al texto, a diferencia del clip, que también habla, pero dejando una menor huella. La grapa hace, por decirlo de otro modo, que los textos marcados por ella permanezcan juntos, se entiendan y se lean juntos, en un determinado orden.
Una grapadora sigue siendo, a pesar de los avances tecnológicos, un objeto imprescindible en los escritorios, en las escuelas, en los juzgados y en todos esos espacios institucionales donde se producen, leen, evalúan y almacenan documentos escritos por distintos motivos. En esos entornos la disponibilidad lingüística de tal artefacto es bastante evidente. Pero no fue siempre así, pues parece ser que originariamente, las grapas, cuyo nombre procede del germánico *krappon «gancho», se usaban en el cultivo de la vid, para la recolección de la uva. Es difícil saber si la funcionalidad lingüística de las grapas estaba ya presente en la mente de los antiguos viticultores; en cualquier caso, es una prueba más de la relación entre la agricultura y la escritura, entre el ser humano y el entorno.
La maza

Las herramientas construyen ante todo relaciones, sirviendo como intermediarias entre las personas y los objetos del mundo. Al usarlas, modificamos el estado de cosas al tiempo que mostramos nuestras habilidades y debilidades para conseguirlo.
Una maza, como esta de la foto, pone al usuario en relación con un objeto blando, de madera o de yeso, por ejemplo. Sirve para golpear con delicadeza (valga la paradoja), con el fin de transformar algo sin romperlo ni destruirlo. Con cada golpe, la maza también se resiente, pues ella misma es también un objeto blando.
Trabajar con maza significa sopesar, estimar y valorar las fragilidades de los materiales. Ante la maza, el objeto se amolda manteniendo su integridad. Por el contrario, ante el garrote, la cachiporra, el palo o el bastón, el objeto golpeado se astilla, se quiebra y se destroza.
Lo mismo vale para el lenguaje, que es la herramienta que más usamos en el día a día. Hay palabras-maza y palabras-garrote. Algunos prefieren las primeras mientras que otros usan sobre todo las segundas, dependiendo de la manera en que cada uno entienda su misión en el mundo.
La cesta

Hay artefactos tan bien concebidos que, aunque los viésemos por primera vez en nuestra vida, sabríamos usarlos sin necesidad de instrucciones. Es el caso de las cestas. Su producción requiere pocas herramientas: básicamente una navaja y un par de manos hábiles. La simplicidad primitiva de las cestas nos trae a la memoria recuerdos de necesidades ancestrales y de comportamientos que fueron habituales en el pasado, ligados a prácticas de recolección, de caza, de pesca, de intercambios y viajes. Hoy las tratamos como meros objetos de almacenamiento y decoración, vendiéndose principalmente en bazares y tiendas de bricolaje y jardinería. Las cestas han perdido así la movilidad que las caracterizaba como utensilios para transportar productos de un sitio a otro, de la granja al mercado y del mercado a la casa, o sirviendo a los pueblos nómadas durante sus eternos desplazamientos.
Para hacer una cesta se requiere sin duda un gran sentido estético, habilidades técnicas y experiencia en el manejo de materiales especiales; sin embargo, a las personas que las fabrican no las consideramos artistas, ni ingenieros, ni expertos en el sentido que hoy damos a estos términos en Occidente. Las consideramos, todo lo más, artesanos.
Por la cesta se conoce al artesano: la variedad de trenzados y la diversidad de vegetales utilizados, sauce, castaño, bambú, rafia, palma, mimbre, enea, junco, caña o paja distinguen etnias y culturas, la mayoría ellas (por no decir todas) marginalizadas.
Una cesta nos permite comprender que aún existen muchos mundos dentro de este mundo, separados entre sí por distancias enormes que no se miden en kilómetros sino en ignorancia y en prejuicios.
El cascanueces

El cascanueces es un instrumento de masticación, un artefacto creado con la misma función que una mandíbula: romper, quebrar, quebrantar, fracturar, fragmentar, rajar, hender o abrir algo, un fruto seco, para obtener lo que está en el interior, los aceites, las proteínas, las fibras, los sabores (los saberes) reservados bajo duras cortezas.
El cascanueces es la demostración de que podemos, con nuestro ingenio, descubrir lo invisible, alcanzar ese dominio donde nuestros pensamientos y donde nuestros dientes no pueden penetrar. El gesto simple de abrir una nuez nos recuerda el placer de experimentar el secreto, el placer de encontrar lo que se esconde tras lo que se muestra, el fruto, la semilla, la cosa oculta y, ¿quién sabe? tal vez también la palabra perdida.
Manifestación del inconformismo que caracteriza a la especie humana, el cascanueces es el deseo del fruto dentro del fruto y más allá del fruto.
La regla plegable

Medir consiste en comparar el tamaño de un objeto con otro escogido como unidad de medida, de manera que la medida es el número que fija la relación entre la envergadura de una cosa y la herramienta con la que lo medimos.
Medir es un acto relacional que requiere la participación de tres elementos: la cosa medida, el objeto medidor y la persona que mide. Se trata de un diálogo tripartito que concluye en una respuesta más o menos exacta en función de la voluntad de precisión de la persona que mide, la cual determina la elección de la herramienta medidora.
Este metro plegable que vemos en la foto, de carpintero o de albañil, es un instrumento de medida de precisión media. Se utiliza en situaciones en las que podemos permitirnos un cierto grado de inexactitud.
El hecho que al albañil o el carpintero se dé un margen de decisión, en materia de tamaño de las cosas, no significa que pueda decidir cualquier medida, sino que lo que decide debe ser confirmado por la experiencia. Y en eso la albañilería o la carpintería no se diferencian de otras ciencias humanas inexactas como la filosofía o la etimología. El buen albañil es aquel que entiende que lo inexacto puede contener lo exacto (y no al revés), y que un metro plegable puede servir como una herramienta perfectamente eficaz en la medida inexacta de una casa, al igual que una casa puede servir afinadamente como unidad en la medida inexacta de una ciudad. Pues, como decíamos más arriba, medir no es otra cosa sino entender el tamaño relativo de dos cosas entre sí respecto a nosotros.
La regla plegable nos permite sacar provecho de nuestras limitaciones y comprender el tamaño de nuestra tolerancia a lo inexacto, a lo impreciso y al error. Y sabemos, a fin de cuentas, como dijo Claude Saint Martin, en el Espíritu de las cosas, que la medida de un error es al mismo tiempo la medida de la verdad correspondiente.
Fotografía de portada: Rubén Carrera.
Fotografías de interior: Miguel Parra.