La memoria de los objetos: paisajes andaluces de recuerdos y olvidos

La memoria de Andalucía está inscrita en la materia de los objetos que nos rodean. Nos impregnamos de ella cuando los vemos, los oímos, los saboreamos, los olemos y los tocamos.
Entendamos el término “objeto” en sentido amplio: puede ser el sonido de un verso o de un compás musical; puede ser un detalle arquitectónico o un paisaje; o en fin un simple utensilio. Los objetos que nos rodean y las palabras que los nombran contienen nuestra memoria, y también nuestros olvidos. Por eso, la única manera de asegurar los recuerdos es mantener bien adiestrados los cinco sentidos. Toda la información obtenida por ellos la guardamos en el cerebro, de ahí, que creamos que la memoria está en nuestra cabeza. Pero dentro sólo está la copia, la parte filtrada.
En realidad, nuestros recuerdos están fuera, aunque a veces no sea fácil llegar a ellos, por estar sepultados bajo tierra o (a)negados por los pantanos.
La marca

Los animales, el ganado en particular, está hoy en el centro del debate en el espacio mediático y en las redes sociales. Y no es de extrañar que eso ocurra en el presente contexto del siglo XXI, en el que nos toca redefinir lo humano, recategorizando lo masculino y lo femenino, además de fijar nuevas fronteras respecto al animal que somos, por un lado, y a la vida y las inteligencias artificiales hacia las que caminamos, por el otro.
El significado primario de la palabra marca es el de “límite” o “frontera”. Posteriormente, la marca pasa a ser “el signo o la huella de una frontera” y después, simplemente, el “signo”, la “señal”, la “etiqueta”. Así, al marcar al ganado, el humano lo registra como una pertenencia, pero en el fondo, lo que está haciendo es establecer una frontera, una división jerárquica.
El diccionario de la RAE define marcar como “señalar con signos distintivos personas, animales, árboles, monedas, prendas, productos”. Sin duda hay algo brutal en tal enumeración. Dice también la RAE que marcar es dividir espacios “realmente” o “mentalmente”, como si existiera una verdadera diferencia entre lo real y lo mental. Pero quizá lo más terrible del discurso de la RAE viene en la 16ª acepción del término, cuando matiza que, “dicho de una persona, [marcar es] considerar o hacer mentalmente suyo algo apetecible”, y lo ejemplifica con la frase «La marqué por mía».
El artefacto que vemos en la foto nos hace recordar el instinto depredador del hombre, legitimado hasta hoy por religiones monoteístas, por filosofías antropocéntricas y por políticas patriarcales. En tanto que señal de frontera, este objeto de hierro forjadotambién nos recuerda el conflicto entre la civilización urbana y el mundo rural, entre las creencias religiosas y el saber científico, entre la economía de mercado y las culturas tradicionales. Los animales no sólo nos sirven de auxilio, de alimento o de compañía, sino que representan lo inalcanzable, pese a todo, de lo vivo.
La trampa

Trampa, cepo, costilla, ballesta, percha, son distintas palabras con las que designamos este artefacto que ilustra la foto, concebido para engañar a criaturas ingenuas.
Cuenta una fábula que una alondra cayó en la trampa que un campesino había dispuesto en el bancal. Un azor que sobrevolaba en ese momento la era se precipitó sobre el ave moribunda. Mientras la desplumaba, sintió una red caer sobre él. Al comprender que había sido apresado por el campesino, le dijo en su idioma: “Suéltame, yo no te he hecho ningún daño”. A lo que el campesino replicó: “¿Acaso la alondra te hizo daño a ti?” La moraleja de la fábula es que las injusticias que los demás cometen nos sirven a menudo de excusa para justificar las nuestras, apuntando implícitamente a la idea de que el cazador de pájaros del cuento podría él mismo ser también, algún día, víctima del engaño de otra suerte de depredador.
El cepo de la foto nos recuerda las prácticas abusivas, por desgracia aún vigentes, de ese hombre cartesiano, tramposo profesional, acumulador de bienes mediante astucias y engaños, que sigue creyéndose dueño y señor de todo lo que le rodea, y particularmente de esa res nullius (propiedad de nadie) que es la naturaleza.
Como dijo Jules Renard, el cazador mata siempre con inteligencia, pero en sus justificaciones es precisamente inteligencia lo que le falta.
El tiempo del Almirez

El sustantivo almirez procede de un verbo, concretamente del verbo árabe harasa (هَرَسَ). Así, este nombre expresa una acción más una propiedad material o estética, resaltando la dimensión utilitaria del objeto. El almirez describe lo que hacemos cuando lo usamos: mezclar, machacando, hasta lograr combinar diferentes elementos, hierbas o granos sobre todo.
La dinámica relacional que establecen las dos partes complementarias del almirez, una pasiva (el mortero) y otra activa (el pilón) es generadora de tiempo. Estamos hablando de un tiempo considerado a la vez en su duración y en la Historia.
En efecto, el almirez es, primeramente, tiempo dedicado a la preparación de las comidas y de los medicamentos. Por un lado, nos recuerda el trabajo cotidiano, repetitivo, minucioso, ingenioso, muchas veces ingrato, realizado en el espacio de la cocina y del laboratorio. Por otro lado, nos trae de vuelta una conciencia de la experiencia humana del tiempo vivido en un mundo anterior a los electrodomésticos y a la industria farmacéutica y alimentaria.
En fin, lo segundo, pero no lo menos importante: el eco árabe que resuena en el nombre de este objeto es ejemplo de una práctica compartida con las culturas del norte de África en la denominación de nuestros utensilios cotidianos. El almirez es, en resumidas cuentas, un artefacto depositario de la experiencia constructiva de la mezcla.
El yesquero

Los mecheros de hoy no tienen mecha, pese a lo que indica su nombre. La mecha es ese cordón llamado así por su parecido a una vela de moco (“mucus”) o porque primitivamente estaba hecho de hongos (“mykes”). Esto no se sabe con exactitud y poco importa, teniendo en cuenta que ambos vocablos apuntan a la misma idea de cosa fofa y viscosa.
Los mecheros antiguos, llamados yesqueros o chisqueros, como el de la foto, sí que tenían mecha, pero ya no usaban yesca, sino algodón.
La yesca es un tipo de hongo con forma de pezuña de caballo que se recolectaba desde tiempos prehistóricos para producir el fuego y también, paradójicamente, para hacer cataplasmas con las que curar las quemaduras.
Así de embusteros son los nombres: que describen lo que un día fue el objeto, pero ya no es.
En cualquier caso, la función del mechero sigue siendo la misma y el gesto de encender una chispa se perpetúa a lo largo de los siglos con la misma concentración y la misma fascinación. El poder de la chispa, como el de los sueños de la humanidad, se mantiene inalterable.
La escudilla

Esta escudilla o cáliz de madera es un artefacto concebido para sustituir a las dos manos en la tarea de recoger líquidos, granos u otros materiales que tienden a escaparse entre los dedos. Es un objeto tan simple como fundamental: la escudilla conecta un contenido con el usuario igual que las palabras sirven de recipiente a los significados y vinculan a los hablantes con el mundo. Los contenidos cambian; el continente es lo que subsiste, en un ciclo perpetuo de ida y venida, de vaciado y llenado. Nuestro silencio mientras bebemos el contenido de la escudilla es como el retorno a la verdad anterior al origen de las cosas.
Fotografías: Miguel Parra.
15 de mayo de 2025 @ 14:48
Excelente idea y muy oportuno recordatorio. Cuando ya se tienen los años como para haberlos casi olvidados, textos así son conmovedores